Escrito por Arlindo Luciano Guillermo
Quisiera yo cumplir años todos los días. Es una fecha importante por muchas razones: saludos emotivos, deseos desmedidos por el bienestar de la salud y la prosperidad, que los éxitos caigan como lluvia copiosa y que los sueños se conviertan en realidades concretas. ¡Quisiera festejar mi cumpleaños 365 veces! Cómo no va a ser así, me conformo, resignadamente, a solo un día, 24 horas que corren como atleta olímpico, pero disfrutadas con intensidad. Es también el momento del afloramiento del aprecio, la gratitud y el recuerdo oportuno y puntillista y, a la vez, como por natural oposición, la amnesia, la frialdad y el sepultamiento en el corazón y la memoria del homenajeado. No todo se puede lograr mientras estamos vivos. La rueda de la historia seguirá dando vueltas hacia adelante.
“A las seis”, les digo, unos días antes, a Rubén y a Luis Hernán. “En el café frente a la Divina”, aclaró. Desde entonces no dejo de pensar en lo que será la conversación con estos dos amigos de antaño, de los escasos que aún conservo. Uno es periodista y sociólogo; el otro, docente universitario, crítico literario, gran lector, de los mejores, creo, que tiene Huánuco. Siento anticipadamente el delite de la tertulia. A las 5:50 llamó a Rubén para decirle que ya estoy por el Jr. Ayacucho. Me he demorado por la congestión endemoniada en Cayhuayna, por el puente Huallaga; además, la luz roja del semáforo dura 84 minutos. Ya estoy cerca. Llego y encuentro a Rubén sentado cómodamente al fondo del local. Nos abrazamos. A los cinco minutos llega Luis Hernán caminado lento, serio, ganoso de compartir la cita amical. Ya estamos convocados. Pedimos café y se desató, como tormenta eléctrica, la tertulia y la incontinencia verbal.
Empezamos hablando de la coyuntura política, de la Sunedu, de los títulos de ciertas universidades que expidieron más que San Marcos y PUCP juntas como tarjetas de pollada prosalud. La política no es un buen negocio para la charla. Damos un giro y aparece Samuel Cárdich. Coincidimos que es el poeta mayor, el que mejor escribe poesía. Somos los tres sus lectores y, privilegiadamente, su amigo. “El tema del padre es un pendiente en la literatura de Samuel”, digo. Especulamos hipótesis por confirmar. Como el que tiene la experticia en literatura es Luis Hernán lo escuchamos sustentar por qué enseña Literatura Regional en la universidad. “Sí existe literatura en Huánuco desde el período prehispánico, colonial, emancipación hasta estos días”. Entonces nombra a Amarilis, Gabriel Aguilar, los decimistas doceañistas, los “tres en raya”, Adalberto Varallanos”. Dice: “Hevert Laos es el gran difusor de las obras de Esteban Pavletich”. Asentimos, avasallados, por los conocimientos de Luis Hernán. “Roel Tarazona fue un extraordinario intelectual; sabía de todo”, dice Rubén. Nadie cuestiona. Eso yo lo supe. “Aún no se ha escrito sobre la generación del 80”, advierte Rubén. Y aparece Roger Vidal Roldán, docente universitario, investigador histórico, con dos libros publicados sobre la revolución de 1812 e Illatúpac; admiramos su pasión por la historia regional, su militancia en el Focep, la sólida educación que les dio a sus hijos y los esfuerzos de estos para impulsar la Fundación Roger Vidal. La temprana muerte de Roger lamentamos, pero hay memoria y aprecio cuando hablamos de él. Preferimos no hablar del presidente Castillo. El celular revienta incesantemente.
La generación ochentera, a la que pertenecemos cronológicamente, no tenía la compañía cotidiana del smartphone ni las redes sociales. Hoy somos felices “inmigrantes digitales”. Éramos “ratones de biblioteca” o leímos los pocos libros de la precaria biblioteca familiar o de los amigos. Otra vez aparece Roel. “Él es el que mejor captó las enseñanzas de Holzmann”, recuerda Rubén. Y eso, sin duda, le sirvió para liderar la Escuela Nacional de Folclor José María Arguedas. Lamentamos, una vez más, la ausencia del estimado Gacho, un ciudadano menudo, de cabello ensortijado, habilísimo improvisador, gran lector, que saludaba a cada dos metros en la calle. “Era muy jodido caminar con él”, dice Luis Hernán. Recordamos cómo se gestó la revista Cauce en el café Ortiz, que luego daría nombre a un efímero movimiento literario del mismo nombre capitaneado, precisamente, por Luis Hernán, cuyo manifiesto lo hicimos en esténcil, “picado” en la máquina Olivetti en la casa de Abancay, paradero 2, Paucarbamba, donde viví la juventud. Con Roel Tarazona anduvimos juntos, enfrascados en interminables pláticas, bohemia, lecturas y periodismo radial. No dejó más que un par de libros publicados. “Él le dio el carácter de curso orgánico a Razonamiento Verbal que se dictaba de modo informal”, reconoce Luis Hernán. Entonces recuerdo que Roel me decía, hoy vas a conocer al Charanguito, un amigo mío, buen lector. Nos reunimos en el antiguo local de El Chalán, en Jr. Dos de Mayo. El tal Charanguito (apelativo endosado por un compañero de colegio) era Luis Hernán Mozombite Campoverde. “Él es el otro profesor de Razonamiento Verbal”, recalca Roel. El tercero fui yo. Desde ese 1983 somos amigos.
Ya son las 8:20. La mozuela que atiende esmeradamente dice que ya van a cerrar el local. Tenemos que cortar la tertulia amena, inacabable, fresca de vivencias, nostálgica y de recuerdos gratos. Luis Hernán se despide entre Dos de Mayo y Crespo Castillo para enrumbar hacia Huayopampa.
Son casi las 9. Rubén y yo caminamos hasta la Plaza de Armas. “Hasta la próxima, compadrichi”. 9:30 p.m. La ciudad se torna bulliciosa. En La Leche hay un evento con música y nutrida concurrencia. Paso mirando de reojo para evitar la tentación de ingresar. Regreso a mi refugio a 45 minutos de viaje entre congestión vehicular, cláxones ensordecedores, un terminal informal donde se disputan pasajeros temerarios. Luces publicitarias llaman clientes. Hasta el 2023 para otra tertulia como la del viernes 6 de mayo. Mañana es otro día y la vida continúa.
Llego a la casa, bebo la quinta taza de café. No sé si podré dormir apaciblemente. ¡Sarna con gusto no pica!”, pienso. Escucho Nos sobran los motivos de Sabina, luego vendrá Enrique Bunbury, Serrat, Ana Belén o un vallenato galletero para la ocasión. Retomo la lectura de La gran estafa de la felicidad de Jorge Yamamoto.