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ESTRELLA

«Ay de quien escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y le hundan en lo profundo del mar (Mt. 18, 6)»

Por Jeferson Carhuamaca

Es una noche abierta a todos los peligros del mundo, en esta noche se cultiva la tristeza y los céfiros negros de la realidad, la vida y la muerte misma se presentan como escarabajos en un desierto muerto.

Las manos de Ruperto son como tijeras romas que pasan por la piel de un inocente niño que no sabe cómo usar tal herramienta. Esas mismas manos están postradas en sus mejillas, donde se evidencian huellas de una turbulenta lluvia de lágrimas, la noche está más despierta que nunca y la ciudad poco a poco se va quedando muda. Se escuchan más los pensamientos de Ruperto, sobre todo, aquellos que dicen que no puede creer lo que siente en el pecho y en su intangible ser.

Las fragancias de árboles, las flores y de las distintas matas que crecen en este parque se van reluciendo, las luces inertes e inmóviles del alumbrado público, se combinan con la realidad y se presentan ante la mirada perdida de Ruperto y con ella trata de visualizar a su alrededor. El tiempo se sienta en el pollo de Ruperto, le habla, le dice que se vaya, que se marche lejos, que el pasado es su única realidad, pero cada vez que sucede esta discusión banal, él le responde con negatividad certera e inmóvil y echa a llorar en un silencio fúnebre. Las calles y sus papeles en desuso han cubierto este ambiente de intranquilidad, que solo es interrumpida hasta que la bocina de un auto a velocidad resuena y levanta la mirada intranquila de Ruperto, este atina a limpiarse las lágrimas secas, siente que la gente no sabe por lo que lleva en su alma y que de seguro ni siquiera lo han visto ya que es un fantasma buscando sus pasos y que no existe para este mundo ruin y peligroso.

Su mamá le decía -Ruperto, Ruperto, eres alguien muy sensible, lloras porque tus hermanos pequeños llegan un poco tarde y ya piensas en lo peor-. Las manos de Ruperto están frías ya que lleva un polo blanco de mango corta, sin marcas ni estampas, un pantalón negro con bolsillos en las partes laterales del pantalón, sus manos están sucias con algún tipo de pintura, (se nota que no pudo limpiarse del todo) unas zapatillas manchadas de laca para madera, aunque no se observan tan mal a pesar de ello. Después de un tiempo se acerca la media noche, las lágrimas cesaron, las estrellas están dispuestas para acompañar y brillar en esta inexpresiva noche, las hojas de los árboles tocan una melodía agridulce y sencilla que trate de consolar el alma rota de Ruperto, de pronto él saca su pequeña y desgastada billetera, de donde saca lentamente, como una procesión de ofrendas, un pequeño dije que tiene la forma de una niña que toma a un corazón entre sus manos, esta, brilla a pesar de la tenue luz de la iluminación. Ruperto sostiene tal joya, mira a un lado y ve a cierta distancia una iglesia amarilla, empieza a orar a Dios que todo lo sufre y no todo lo ve, le pide que este sentimiento no acabe nunca, pero si le permitiera algo, a manera de milagro, sería que no lo deje morir hasta volver a verla, a ella junto a él; juntos, –porque en cielo siempre hay estrellas esperando por nosotros, como una tarde en el lugar donde siempre pintamos nubes en formas de elefantes y conejitos saltarines que nos hacían felices y sonreíamos como uno solo-, dice Ruperto.

Ruperto se levanta con la brisa nocturna y los aromas ya tranquilos de una noche de los últimos días del año y se mueve con dirección al sur, lejos de la iglesia, el parque y la soledad que quedó después de esta despedida en la puerta de su corazón, en esa puerta metálica con sangre donde se sentaron a ver más de un amanecer de un año nuevo y vieron los últimos fuegos artificiales en un cielo con estrellas.

Él vuelve siempre a ese lugar, con un cigarrillo para respirar antes de morir, a ver si entre las sombras de la noche aparece aquel amor de su vida, estrella que ilumina la vida, que ilumina la muerte, su niña, su estrella. Amén.

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